Saturday, June 27, 2009

Un poema en el bolsillo (I)

El Espectador revela la novela de intriga en que se convirtió el verso borgeano que inspiró el título del libro ‘El olvido que seremos’.
Foto: Luis Emiro Mejía - Festival Malpensante
Héctor Abad y el escritor argentino Jaime Correas (izquierda), una de las fuentes borgeanas del colombiano, en la conferencia del jueves pasado durante la inauguración del Festival Malpensante.

Yo no me acuerdo ya del momento en que esta historia empieza para mí. Sé que fue el 25 de agosto de 1987, más o menos a las seis de la tarde, en la calle Argentina de Medellín, pero ya no me acuerdo bien del momento en que metí una mano en el bolsillo de un muerto y encontré un poema. En este caso tengo suerte; apunté en mi diario, aunque supongo que nunca pensé que lo fuera a olvidar, que había encontrado un poema en el bolsillo de mi padre muerto. Es un apunte muy breve: “Lo encontramos en un charco de sangre. Lo besé y aún estaba caliente. Pero quieto, quieto. La rabia casi no me dejaba salir las lágrimas. La tristeza no me permitía sentir toda la rabia. Mi mamá le quitó la argolla de matrimonio. Yo busqué en los bolsillos y encontré un poema”. Hasta ahí el diario, en la entrada del 4 de octubre del año 87.

Después hay algunas citas dispersas de versos del poema, pero en mi cuaderno no transcribo el poema completo. El poema completo lo publiqué después, el 29 de noviembre de 1987, en el Magazín Dominical de El Espectador. Ahí digo, por primera vez, que el poema es de Borges.

¿De dónde saqué yo que el poema era de Borges? No lo sé bien. Lo más probable es que el poema escrito a mano viniera firmado con su nombre, o por lo menos con sus iniciales. Porque esa hoja copiada de puño y letra de mi padre, yo ya no la encuentro. Yo salí de Colombia el día de Navidad del año 87, sin pasar siquiera por mi casa a empacar la maleta. Todo se quedó atrás, en manos de una familia enloquecida de tristeza y de miedo.

Sin embargo, fuera de la publicación en el Magazín, tengo otra prueba, tallada en piedra. Se trata de la lápida que pusimos en el cementerio de Campos de Paz, sobre la tumba de mi padre. Ahí pueden todavía ver, o al menos adivinar, el poema. Está firmado por unas iniciales: J.L.B. Son las mismas de Borges. Fuera del cuaderno, fuera del Magazín, fuera del mármol, el poema también está impreso en mi memoria y espero recordarlo hasta que mis neuronas se desconfiguren con la vejez o con la muerte.

Después pasó el tiempo. Mucho tiempo: veinte años. Nadie le prestó atención a este soneto inglés (y digo inglés por su estructura: tres cuartetos más un dístico final). Ni siquiera yo mismo. Hasta que publiqué un libro a finales del año 2006, El olvido que seremos, cuyo título está tomado del primer verso del poema. En el libro yo digo, por otra leve traición de la memoria, que el título del poema es “Epitafio”.

Si piensan en el tema del poema y en la lápida del cementerio entenderán de dónde nace la confusión en mi cabeza. En el libro tampoco pongo en duda el nombre del autor. Escribo que el poema es de Borges. Como el libro fue bastante leído en Colombia, y como el éxito es siempre sospechoso, vinieron los expertos y los suspicaces a decir que el poema era apócrifo, que el poema no era de Jorge Luis Borges, dijeron incluso que yo se lo atribuía a Borges para vender más libros, para poner mi nombre de enano al lado de un gigante. Yo sabía desde antes, desde siempre, que el soneto no aparecía ni en la Obra Poética ni en las Obras Completas del poeta argentino. La cosa me extrañaba, pero poco me importaba. No me preocupaba mucho el problema de su autoría: el soneto era hermoso, el soneto era importante para mí, y eso era suficiente.

Durante muchos años el misterio y la rabia se concentraron en tratar de averiguar quiénes habían matado a mi padre; me importaba muy poco verificar quién era el autor del poema. En el papel decía que era de Borges, y yo lo creía, o al menos quería creerlo. El caso es que las dudas ajenas, y también la ajena maledicencia, acabaron por obsesionarme a mí también. Se me metió en la cabeza que tenía que averiguar de quién era realmente ese poema.

El primer despiste, pero también la penúltima pista, me la dio un curioso poeta colombiano, Harold Alvarado Tenorio. Yo mismo le escribí la primera vez a Harold para pedirle que me ayudara a rastrear el origen y el autor del soneto. ¿Por qué lo llamé a él? Porque hasta ese momento, enero del año 2007, la única publicación en español que había, en internet, de ese poema, estaba en un relato de Tenorio en la segunda entrega de la revista Número, del mes de octubre de 1993.

El texto lleva el título de “Cinco inéditos de Borges por Harold Alvarado Tenorio”. Allí él cuenta la historia de cómo habrían llegado a sus manos cinco sonetos de Borges, en Nueva York, el 16 de diciembre de 1983. Tres personas presenciaron el milagro: el poeta venezolano Gabriel Jiménez Emán, una bellísima estudiante argentina de medicina, María Panero, y Tenorio. Cuenta Tenorio que Borges, súbitamente enamorado de María Panero, le dictó a ella los sonetos, en distintos sitios, antes de una conferencia.

Harold habría hecho una fotocopia de los sonetos copiados a mano por María Panero, pero esa misma noche, después de emborracharse hasta el delirium tremens, tuvo que ser internado en un hospital. Al salir del hospital se fue a Madrid, se hospedó en la casa del matrimonio de Jiménez Emán y Sara Rosenberg, y dejó allí olvidados los poemas, metidos entre las páginas de un libro, hasta 1992, cuando vuelve a Madrid y los recupera. Según él, es por eso que viene a publicarlos apenas en 1993, en Número.

En su artículo, Tenorio transcribe cinco sonetos, todos ellos sin título, entre los cuales hay uno, el tercero, casi igual al que mi padre llevaba en el bolsillo, aunque con algunos cambios que empeoran el resultado, bien sea por el sentido o, lo que es más grave en un soneto, porque un verso deja de ser endecasílabo.

Cuando yo me puse en contacto con Harold, éste me dijo que la historia de Nueva York era inventada y que los poemas los había escrito él, imitando el estilo de Borges. Que después de escribirlos se los había propuesto, envueltos en esa historia, a William Ospina y a la revista Número. William, además, había corregido algunos problemas de métrica.

Había en esta respuesta, sin embargo, dos cosas extrañas. La primera era la fecha de publicación, 1993, seis años después de la muerte de mi padre. La segunda era que la versión del soneto del bolsillo era mejor que la que publicaba quien decía ser el verdadero autor del poema.

Pude haber dejado las cosas así, con esta explicación de Harold, pero era invierno, tenía mucho tiempo, el poema era importante para mí, y a nadie le gusta que le digan mentiras. Escribí en la revista Semana, de un modo muy resumido, lo que les acabo de contar. Al final les pedía a los expertos en Borges que me ayudaran a rastrear el poema. Al mismo tiempo contraté en Medellín a una estudiante de periodismo, Luza Ruiz, para que investigara en los archivos y bibliotecas de la ciudad, a ver si podía dar con la fuente de donde mi papá podía haber copiado el soneto.

Aquel artículo en el que yo pedía auxilio hizo que despertaran todos los demonios. Apareció, primero que todo, un hada madrina. Ella no quiere que se diga su nombre, pero diré que se llama Bea Pina y que vive en la mitad de la nada, en medio de la nieve y de la niebla. Ella dijo que quería ayudarme, y como tiene dotes de espía, empezó por encontrar las coordenadas de los personajes que Tenorio mencionaba.

Hablé con Sara Rosenberg, que todavía vive en Madrid. Me dijo que ella nunca se había dado cuenta de que Harold dejara unos poemas en su casa; tampoco de que años después volviera a buscarlos y a recuperarlos. Hablé también con su ex esposo, el poeta venezolano Jiménez Emán. Este respaldó la versión de Harold: que los poemas los había escrito él. Es más, Jiménez decía recordar el momento en el que Harold le había escrito ese soneto a María Panero, en su propia casa, enfermo de amor. Yo no le pregunté por qué le había escrito un soneto sobre la muerte y el olvido a una muchacha de la que estaba enamorado.

Harold cambiaba de versión según las fases de la luna, y con la luna llena los sonetos eran suyos, pero en menguante y creciente volvían a ser de Borges. Bea intentó dar con el paradero de la estudiante argentina a quien Borges habría dictado los sonetos, o, según Jiménez Emán, a quien Tenorio habría escrito los sonetos.

María Panero existía, efectivamente, y al parecer es una médica que ahora vive en Buenos Aires. Bea consiguió incluso desentrañar unos archivos ocultos en el Departamento de Estado: una María Panero, no sé si la misma María Panero de Harold, había estado presa en Argentina, había sido torturada durante la dictadura militar, y había salido al exilio en Estados Unidos y estudiado medicina en la Universidad de Nueva York por las mismas fechas en que Harold decía que los poemas le habían sido dictados por Borges. ¿Cuántas Marías Paneros, argentinas, estudiantes de medicina, habría en ese entonces en Nueva York?

Por otra parte, les escribí a algunos de los que se consideran los mayores expertos en Borges en el mundo académico. El primero fue un profesor de la Universidad de Iowa, Daniel Balderston, que dirigía allí un centro de estudios sobre Borges. La respuesta fue amable y su posición tajante: sostuvo que lo más verosímil era que Harold hubiera escrito los sonetos antes del 87 y que estos hubieran circulado de algún modo. Le respondí dándole, al menos momentáneamente, la razón. Uno puede conformarse, siempre, con las hipótesis más obvias, pero hasta los matemáticos dicen que los caminos más felices para resolver un teorema no son los más fáciles, los más intuitivos y directos, sino los más estéticos.

A continuación le escribí a Nicolás Helft, que es la persona que ha publicado la bibliografía más extensa y completa de Borges. Yo tenía la esperanza de que en alguna parte apareciera registrado el poema, en su memoria o entre sus papeles. Su respuesta también fue tajante: para Helft era evidente que el soneto era un plagio.

Les escribí también a los biógrafos de Borges. Edwin Williamson, nunca me contestó; no saqué nada en limpio de María Esther Vásquez —gran amiga de Borges— ni de la amanuense de Borges durante algunos años de su vida, Viviana Aguilar. Me respondió de inmediato el biógrafo más dedicado, y el coleccionista más acucioso de Borges, Alejandro Vaccaro. Su concepto, bastante razonado e incluso razonable, en una larga carta llena de anécdotas sobre falsificaciones borgeanas, no se alejó de la opinión de los demás: el poema era un plagio.

Le escribí a otro profesor prestigioso, el peruano Julio Ortega, que lleva años enseñando literatura latinoamericana en Estados Unidos y tiene una bien ganada reputación como estudioso de nuestras letras, y en especial de Borges. Este fue su veredicto: “Lamentablemente, no son de Borges. Y lo digo sin haberlos leído completamente, sólo leyendo algunos versos: Borges no hubiera escrito ‘roe las estrellas’. Es una mala imitación. ‘Me pesan los ejércitos de Atila’ es igualmente paródico, es demasiado peso para un verso. Por último: jamás Borges hubiera llamado atroz a la Escritura”. La sola consideración que me atreví a hacerle fue que yo, en cambio, creía que al único poeta al que podría habérsele ocurrido llamar atroz a la Escritura, sería al mismo Borges.

William Ospina, que había sido la persona que corrigió para Número los poemas que Harold había envuelto en su historia de Nueva York, también escribió un artículo en la revista Cromos, hablando del asunto. La conclusión de William era esta: “Yo aventuro la hipótesis de que los poemas son de Borges aunque Harold Alvarado los haya escrito…

Espere el lunes la II parte: ¿La última palabra la tiene María Kodama, viuda de Jorge Luis Borges?

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